En las buenas manos de Amalia Marín
Comenzó estudiando ballet, pero del salón solo quería el piano. Imagino la terquedad de aquella niña tierna y educada, cuando los padres consintieron la petición. Buscando asesoría descubrieron cerca de la casa el conservatorio Alejandro García Caturla. El mismo director, Alfredo Diez Nieto, accedió a probar las condiciones de la hija. Amalia Marín iba a cumplir diez años cuando demostró que estaba predestinada para la música.
“Fue en la antigua sede en Marianao. A los pocos meses pasamos al edificio actual”, cuenta a la sombra de un frondoso árbol del patio del conservatorio José White. Precisamente, ella viajó a Camagüey por un encargo de docencia por dos años al egresar de la Escuela Nacional de Arte en 1970.
“Soy del primer grupo de las escuelas de arte que cumplió servicio social. Los graduados de ballet reforzaron la compañía camagüeyana. Entre los plásticos estaban Eduardo Roca ‘Choco’ y José Villa Soberón. De música vinimos cinco. Al poco tiempo conocí a mi esposo y aquí estoy hace 50 años”.
Amalia sonríe y en la mirada no asoma ni un mínimo de arrepentimiento: “Lo que me gustaba era tocar música de cámara y la docencia también se me convirtió en pasión. He tenido buenos alumnos. Con ellos he trabajado mucho repertorio. Eso hace crecer y da experiencia como pianista”.
Además es fundadora de la Escuela Vocacional de Arte Luis Casas Romero, cuando se unió la Escuela Provincial de Artes y la Elemental de Música que dirigía Graciela Pardo. Colaboraba junto a Efraín Amador con ese centro radicado en el inmueble de la actual Galería Alejo Carpentier. Ese lugar nos lleva a señalar un lastre para tocar: Camagüey no tiene un piano bueno.
“El piano que había en la galería se dejó echar a perder. El de la Biblioteca Provincial, arreglado hace poco, necesita una reparación. Al ISA llegó uno sordo. Los mejorcitos están en el Conservatorio, no son de concierto, pero sí nuevos, de hecho, el Yamaha tiene mayor calidad”.
El oficio de lutier parece languidecer por la carencia de materiales, sin embargo, prefiero ahondar acerca del piano eléctrico de la Sala de Conciertos José Marín Varona: “El público oye la misma música pero no la percibe igual. A veces un funcionario no lo entiende y se nos ve como pedantes. Un fortissimo no te suena más de lo que el volumen da. Repertorios del impresionismo, del romanticismo y de música cubana necesitan un virtuosismo y con esos no sale lo que se valora como dominio de la técnica y de la música”.
Al explicar algo tan grave, porque sin instrumentos óptimos la excelencia musical suena a utopía confiscada, pregunto por las nuevas generaciones de alumnos, quienes crecen rodeadas de tanto ruido: “Llegan con el oído en bruto. Generalmente lo mejoramos, pero depende de su entrega y de un personal capacitado que ame su trabajo. Hemos perfeccionado los programas para desarrollar ese oído musical. Tampoco niego que recibimos muchos sin un buen nivel elemental, por faltar profesores sistemáticos”.
Para Amalia fueron esenciales sus maestros. A menudo se asombra con las piezas tocadas cuando niña. Sabe combinar exigencia con ejemplaridad. “Cuando uno enseña, debe ponerse en el pensamiento del alumno, de lo que escucha y hace para poder resolver el problema individual”.
El universo del arte para ella cabe en el espacio del aula. De vez en cuando sale a tocar con Yaquelín Láncara. Desde 1995 conforman un dúo subvencionado por preservar y promover un patrimonio sonoro a través de la interpretación, a pesar de que no se les lleve a jornadas cubanas de concierto.
Desde el principio del diálogo noté sus manos pequeñas, y no dudo en curiosear sobre eso: “Ningún profesor me lo señaló. Claro, como solista sé qué obras puedo asumir mejor, de acuerdo a la técnica, a la flexibilidad, a la abertura de los dedos. Yo tengo la mano chiquita, pero he podido tocar todo”.
A ella debemos el estreno en Camagüey del Concierto para cuatro pianos de J.S. Bach, ofrecido en el Conservatorio. Casi nadie se enteró. Ojalá corra la voz para su nuevo proyecto de concierto didáctico.
La brisa sigue agradable la tarde iluminada por Amalia Marín. A punto de despedirnos, confiesa la razón de la lentitud para las tareas hogareñas. Su cabeza es una fiesta permanente de armonías, de tonos, de intenciones musicales. En casa aflora el mismo impulso incontrolable de cuando estudiaba ballet, por eso huye de la cocina: “Tengo un piano Steinway. Fue el regalo de mis quince. Yo no quise fiesta. Arreglarlo costará caro y ya no puedo. Mira, aunque la vida sea compleja, no paso un día sin tocar”.
Por Yanetsy León González/ Adelante
Foto: Yoel Fonseca Benítez/ Adelante