Mariela Pérez-Castro: una cruzada de belleza
En las noches calurosas de Camagüey, todavía habrá quien crea oír el sonido tenue de un violín, como un eco antiguo. Tal vez venga de una peña literaria, o de un rincón donde alguien lea en voz alta uno de esos versos que se burlaban, sin arrogancia, del “versolibrismo” en boga. Ahí estará Mariela. No físicamente, claro, pero sí en la memoria viva de quienes supimos que la poesía podía tener humor, compromiso, ternura, y hasta café amargo.
Mariela Pérez-Castro ha muerto. Anoche. Y con su partida se va una voz culta, profunda, aguda, pero también una mujer tejida de gestos íntimos y pasiones muy suyas: el bordado, la lectura, el dibujo, la enseñanza, y por encima de todo, la palabra. La que se trabaja, la que se comparte, la que se da. Como ella misma decía: “la inspiración es trabajo, trabajo y trabajo”.
Fue madre consagrada, hija devota –apenas días atrás, había perdido a su padre, con quien compartía una relación entrañable y una devoción por el Camagüey profundo, ese que se quiso celebrar con las rutas por las ciudades cubanas que celebraban los 500 años. En Malú, su hija, volcó todo el amor y la fuerza que la habitaban. Y mientras tanto, escribía. Poeta de hondura, de ironía filosa y clasicismo confesado, construyó una obra que merecía más ruido, pero que quienes la conocimos supimos leer en voz baja, con la reverencia de lo auténtico.
En el encierro pandémico, un video de la serie Escritores del Camagüey la mostró tal como era: en su apartamento, entre cafetera, cigarros, tapices, y un gato siamés. Dibujaba su rostro en trazos precisos, hacía historietas con la pandemia, leía sus poemas desde el celular, y afirmaba: “la poesía es la suma de la suma de todas las artes”. En menos de tres minutos, se reveló entera: lectora voraz de niña, nieta de una abuela que le leyó cuentos, creadora de mundos que no cabían en los libros.
No era raro verla en un taller de haiku o disertando sobre la influencia japonesa en la literatura cubana. O animando la Peña Sóngoro Cosongo junto a los anfitriones Jesús Zamora y Antonio Batista, o dando vida a una Cruzada Literaria que, desde 2003, se internó en montes, cárceles y pueblos para llevar la fiesta de la palabra allí donde no llegaban los poetas. “No íbamos a la guerra”, escribió, “sino a la fiesta de la palabra y la música”.
Creó, con otros seis “locos” hermosos, ese proyecto de evento de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) que aún sigue rodando caminos. Y soñó, junto a Yunielkis Naranjo y otros cómplices, con convertir la sede de la filial camagüeyana en un gran complejo cultural. Ese sueño se honró un día con el café literario La Comarca y su biblioteca-librería Esther Montes de Oca.
Su libro más cínico –según ella misma– se llamó Mientras escojo arroz, y eso resume su manera de estar en el mundo: entre lo doméstico y lo extraordinario, entre el verso y la cocina, entre la risa y la seriedad. Siempre en el corazón de la palabra.
Su cuerpo será cremado en la mañana de este viernes, y por breve tiempo, sus cenizas reposarán en su casa.
Descansa en paz, Mariela. Como tú misma dijiste:
“habremos respondido más preguntas
y quedarán los trozos de ponzoña
vencidos por la urgencia de quedarnos.”
Por Yanetsy León González/Adelante